martes, 24 de abril de 2007

LA BELLA PRINCESA, DURMIENTE (I)


No era difícil adivinar, por la hermosura y la altivez del rostro, que la durmiente era sin duda alguna una princesa. Una doncella nacida en el seno de la familia más noble, rodeada de las atenciones más exquisitas, de los placeres más delicados y los mejores preceptores. Sus dedos dibujaban, finos y letárgicos, en el silencio del sueño mágico, la compostura precisa en las mejores mesas, la delicada y elegante displicencia con que se retira la mano suavemente de los labios de un deslumbrado embajador de allende los mares. Cincelados para los anillos reales, para la promesa y las nupcias más nobles, atraían como imanes la contemplación de cuantos visitaban el enlutado palacio. Parecían suspender, sobre el vientre, la nota final de un impromptu, apenas despojada de las cuerdas del piano, cuando aún vibra abriéndose camino la ensoñación de la nota, cuando aún no ha desposado al silencio en la encantadora atmósfera de la sugerencia inspirada, de la corriente murmurada con que las aguas de una melodía schubertiana corren por el arroyo de la memoria y la intuición.


Después, las miradas se zambullían en adivinar el mudo teclado de los dientes, reventones de azahares en la niñez, perfectas piezas engastadas en la boca juvenil, de labios gordezuelos y misteriosamente finos al tiempo, los cuales ahora, piadosamente, engastaban en la dormida liviandad su blancura repartida en arcos de armonía y ferocidad contenida. Pero quizá el misterio más seductor para los que no la habían conocido despierta, la aventura más desgarradoramente atractiva y cautivadora era asomarse con la imaginación a las lagunas oscuras de sus ojos, de los que manaba, antaño, un brillo infinito, teñido de noche y de silencio, mientras ofrecían la acogedora sima de su hondura inigualable, el pozo de miseria en el que cualquier enamorado príncipe extranjero querría hundir sin fin la mirada y el destino, para bucear en los palacios profundos en los que Eros juguetonamente escondía las flechas doradas más puntiagudas y penetrantes. Mas ahora el velo doble de los párpados mantenía, guardianes adustos e inmisericordes, a tanta claridad y tanta hondura ayunas de la curiosidad y el homenaje amoroso.


No eran pocos los que, decepcionados de tener que asaltar las altas y ocultas fortalezas de los ojos con la imperfecta escala de la imaginación, preferían deleitarse en recorrer morosamente el cuerpo con los ojos, admirando la bella y exacta proporción de los hombros, el realce curvo y travieso de las caderas, la fruta doble de los senos, que brotaban con gracia, floreciendo su redondez, ya no adolescente, bajo la túnica regia con que se amortajaba el sopor hechizado de la joven.


Y si el respeto de unos contrastaba con la lascivia apenas disimulada de otros, no eran sin embargo escasos los artistas que cobraban al verla bríos nuevos para enarbolar el cincel y alancear el mármol en busca de la imagen divina que sin duda yacía en el interior del bloque habilidosamente desgajado de la montaña. O de quienes hacían danzar los pinceles sin descanso sobre los lienzos, con la secreta y vana esperanza de devolver a la vida las manos posadas sobre el regazo, los ojos ya abiertos y sonrientes ofreciéndose a la escrutadora mirada del retratista, los senos que delicadamente imponían a los pliegues graciosamente curvos el hechizo de su forma frutal y deseable.


Inundaban las cortes extranjeras las efigies esculpidas en alabastro o en mármol, las telas ennoblecidas por los ingenios más notables, los poemas, amorosos, trovadorescos, que infundían en las almas acaso más seducción y hechizo que la imagen atrapada en la piedra o rescatada al olvido por las manchas de colores y matices. Y la princesa, aun durmiente, enamoraba la imaginación de pretendientes nobles y soñadores plebeyos, engatusaba las consejas con que las ancianas poblaban de una belleza legendaria las mentes de los niños. Despertaba celos en las muchachas casaderas, ardores imaginarios en los galanes de aldea, quienes requebraban a sus enamoradas llenando los ojos de las efigies admiradas, el alma de los versos cantados en honor de la princesa sumida en el letargo infinito.


Y en fin, la fama de la princesa encantada alcanzó un reino lejano, cuyo heredero suspiraba por encontrar joven reina por subir de su brazo al trono.


lunes, 23 de abril de 2007

Eterna Eurídice


Deja que el viento con sus manos
trence, noche y olvido, tus cabellos
de sombras entrevistas y evocadas
en la danza nocturna de las horas.

Permite que la lluvia te idolatre
ungiéndote de llanto y de locura
de almibarada oscuridad multiplicada
por la ausencia que sufre al recordarte.

Deja que sople con mi verso alado
tu corazón de exasperadas flores,
que empape de metáforas tu risa,
que embalsame de letras y canciones
la cumbre imaginada de tu cuerpo.

Y en fin, que fundan los silencios
el plomo de añorarte y de rezarte...
¡Y amanezcas feliz entre mis brazos
y seduzcas mi amor desesperado!

viernes, 20 de abril de 2007

Adviento de pasión

Del corazón me nace desearte
con la ferocidad de la alegría.
De los dedos me brotan las palabras
metales del imán de tu sonrisa.

De la sangre me llegan oleajes
que me colman los labios y las sienes.
De evocarte me invade idolatría
y plegarias de viento desbocado.

Te me vistes de letras y medidas
metáforas... en fin, literatura;
te disfrazas de ausencia y en los versos
te disipas y escondes, te me esfumas,

tan traviesa que ocupas y despueblas
el paisaje de mi alma vagabunda.
¡Cómo odio tu risa que enamora
recordada, entrevista, imaginada!

¡Cómo amaré tu cuerpo entre mis brazos
sacudido de ardores, movimientos,
que la danza de amor exalta y quema!

¡Y beberé tu boca hasta la aurora
y encarnaré mis versos en los besos
en abrazos, los éxtasis del fuego!

jueves, 12 de abril de 2007

Amor, de nuevo




He de empezar a amarte nuevamente
a cada aurora que viste tu mirada
de rosa y flor y túnica de estrella.
He de volver al beso renacido,
guadiana de salivas y ambrosías,
al abrazo, a mirarte y a gozarte,
a morirte de amor en tanto expiro
y anochecen tus ojos este mundo...

Se levanta mi amor de entre los vivos,
lazarea sin rumbo y vagabundo
tan de noche que apenas si se enciende.
Mas despierta tu aurora y tu sonrisa
y me ciegas, mi santa milagrera,
y me prendes con fuegos que me hielan,
con tus dientes, que lucen y devoran.

Y ambiciono morir, jerusalenes
incontables en las que resucite
la inmortal agonía de quererte,
la moribunda dicha en que me abraso.

La feliz sinrazón, la algarabía
de querer y de amar como la aurora:
siempre igual y distinta cuando nace,
siempre la misma rosa entre los labios,
siempre distinta flor, mi enamorada.

Siempre tú misma y tan diversa,
tan perversa y conversa, tan odiosa,
endemoniada luz, ángel ardiente,
mesías, flor, maná, pan cotidiano,
tentadora, marchita, hambre, demonio,
salvadora y luzbel, diosa afrodita,
tumba y renacimiento, idolatría,
salvación y misterio, apasionado
amor sin fin, amor, amor... ¡mi amada!