Eres mortal, recuerda.
Siguen tus ojos,
entumecidos,
la peregrina máscara de sangre
que hunde por fin el sol tras las Columnas
de Heracles. Sobre las aguas
aún adivinas, como espectros,
memorias de los rostros que veían
al caer los soldados moribundos.
Zambullían los brazos extendidos
por atrapar vibrantes espejismos,
cuerpos vacíos fantasmales.
Y entre sueños de triunfos,
tendías tú a los astros esta espada,
‘la victoria es de Roma’
era tu grito,
y tu oído bañaba, imaginado,
el ansiado bramido junto al Tíber,
–eres mortal, recuerda--
rugidos de la plebe enfebrecida
devorado ya Octavio
por las hambrientas hienas africanas.
Tu misma espada, sí,
la que el destino apresta
a abrirte las entrañas, sostenida
por el fiel Lúculo. A la Reina
la rodean sin duda las Erinias
de su hermano, o de tantos...
Siempre la sangre, cónsul,
se entrevera en la púrpura
y extiende
una marea seca de venganza
que marchita las rosas florecidas...
Un salto, nada más, es un instante apenas.
Mientras el sol recuesta
su cuerpo en la copa en que dormita,
toma impulso, y acaba. Ha de beber Egipto
tu sangre de patricio. A tu recuerdo,
aun tras el abandono de los dioses,
ya no lo alcanzará jamás la muerte.
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