Nadie me puede oír. Subo hasta el viento
con la imperiosa luz de los cristales
bañados por el día enardecido.
Si dispongo de tiempo y de latido,
te volveré a vestir de amaneceres,
de sobriedad de amor que se desmiga
en gemidos y en besos. Si te encuentro
bajo la capa larga de los viajes,
pondré en tus labios todas las heridas
dibujadas de voz imaginaria.
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