sábado, 25 de agosto de 2007

Evocación del beso

Viene a veces con sigilo, repta por entre los juncos del olvido, que se enredan, en su flexible reverencia al viento, su obediente cabeceo, sumiso y muelle. Es un sopor aleve, que se desliza como agua que murmura, como flujo de silbos musitados, descendiente de su estirpe de instantes vacuos y letárgicos. Y apenas me roza su lengua, pegajosa, de delirios escasamente húmedos, apenas siento el tacto de sus ojos, de agua verdosa y espesa, el aire se apresura a hundirse, como filos de fuego en los pulmones; y requema por dentro, y salta el pálpito y es grito y es voz de zarpazo cuanto reverbera en las estancias huecas de mi mente. Recuerdo, en ese instante. Y las manos se aferran al vacío, se enredan en las trampas de aire indómito, escurridizo. Y los ojos apuran la copa del silencio, buscando, entre las heces del presente, la dulce abundancia de la boca que me ofreces, su vino perfumado de menta, de resabios de humo contenido. Vuelvo entonces a cerrar los ojos, a anegarme en el lazo de los jugos, a demorar el contacto evocado de los labios. Y es sed de sed, deseo de saciar de saciedades el alma, que se encarama hasta la boca, que trepa y se demora, sonámbula que escala al cielo de la muerte, que deambula en el aire exaltado que exhalamos, mientras se hermanan los goces y se desposan, inacabablemente, inperturbablemente, los cuerpos recorridos por los brazos, como enredaderas ambiciosas.

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