Bisbisean las hojas
en las nervudas ramas.
Envidiosas musitan
mi princesa, que me amas.
Que de noche, entre sueños,
en los labios te baila
de puntillas mi nombre;
que suspiras, que alhajas
tus ojitos dormidos
en rocío de lágrimas.
Rumorean incluso
que los versos que labras,
cuando miras por dentro
las honduras de mi alma,
se te vuelven susurros
y plegarias que exaltan
el amor en que muero...
¡Que soñando me llamas!
Es envidia, me temo,
nada más, cuanto lanzan
con palabras de viento
a la noche callada.
Sin embargo, me cuentan
las estrellas al alba
que te ven despertarte
y perder la mirada,
mientras bañas tu cuerpo
en espumas de plata.
Que tus ojos se cierran
soñadores y cantan
en murmullos tus labios
con mi nombre una nana.
Que me quieres dormido:
que te sueñe incendiada
recorriendo mi cuerpo
con tus besos de gasa.
Yo no sé, mi princesa,
si creer o si nada
de cuanto ellos murmuran
es verdad que te pasa.
Son ya muchas las noches,
y son muchas mañanas,
en que velo y desvelo
desazón derribada.
Y no escucho en tus labios
los hechizos de hadas
con que antes hacías
que en el alma las alas
me brotaran hambrientas
de los vuelos y danzas
que tu amor confesado
dulcemente inspiraba.
Sin embargo, brujica,
hechicera y remaga,
has dejado por siempre
esta casa tomada.
No hay estancia que pise
que no tenga pisadas
de tus pies tan traviesos
como sombras que escapan.
Y si al fin las estrellas
y las hojas callaran,
y las noches silentes
y desiertas se alargan,
te amaré sin embargo
con dorada esperanza.
Te querré siempre, siempre,
porque vives en mi alma.
Allí dentro, princesa,
nunca, nunca se acaba:
bisbisean tus ojos;
son estrellas que cantan.
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