No es explicable, no entiendo por qué vuelves. Por qué desde detrás de la memoria, con esa nocturna terquedad de lobo, siempre al acecho discreto, tu imagen viene a mí, tu cuerpo y tu placer y tu olvido, cada vez que el abrazo o el silencio se ahondan, fuera de mí o en mi interior, suavemente, lentamente, hasta alcanzar el fondo del dolor y del regreso, el brillo oscuro de la vida que sobre sí misma se dobla, para hurtarse al tiempo, a su baile mecánico y vacío.
Hace ya tanto, tanto que no sé de ti, ni me toca tu palabra, ni la espera de verte ni de hablarte. Nada hunde en el día la herida hermosa del instante rescatado, exprimido en el alma como un fruto lleno que demora su pulpa entre los dedos mientras derrama todo el placer acumulado, toda la líquida pasión, que se preserva y luego se derrocha. Hace ya tanto, que no entiendo por qué de nuevo este rasgado dolor, esta cortina de bruma y de lluvia me rodea de ausencia y de recuerdo. Y no es la luz, no es la vida, no eres tú, sino tu doble oscuro, tu inerte réplica llena solo de mí y de lejanía, lo que me ahoga y me seduce. Dónde estás, dónde tus ojos desnudos, tu cuerpo, tu voz, tu latido. Tu sonrisa.
Pero escribo en el agua, en su rostro fugitivo y tembloroso. Qué vale entonces cada letra, cada palabra, cada eléctrica chispa de recuerdo, si no puedes saber, no lees, si nada sé de ti, por más que pretender olvidarte es desprenderme de mí mismo. Por qué vuelves, por qué decir tu nombre apenas en los labios, sin el espacio lleno de sonido, sólo como un murmullo negro, desechado.