Después de tantos sones de guitarra,
de tantas noches demorándote
en los labios de Scherezade,
no puedes retrasar ya la partida. Has de ponerte
en pie, como un triste soldado
que apresta su fusil y asalta,
sin convicción, mas valerosamente,
las lejanas trincheras enemigas:
y siente las ansias de la muerte
en la reseca boca sepultadas.
Has de mirar el gesto amargo
de los fantasmas amigables
que ni siquiera
arrastran ya sonoramente las cadenas.
Y alcanzar algunos frutos
que en las ramas esperan tu descuido,
tu indulgente mirada desviada.
Destemplar el silencio
silbando, casi inaudiblemente,
las canciones
que marcaron recuerdos olvidados,
incapaces ahora de invadirte
con el violento oleaje del deseo.
Llegar, quizá te lo preguntes,
no es absolutamente inevitable.
El sendero, en cambio, sirve
para seguir bebiendo,
con la sed trabajada del camino,
los tragos codiciosos de la vida,
su delicioso vino de desdicha.
Y un día, sencillamente,
te acostarás en el lecho de la muerte
con un cansancio noble y enigmático,
entre rasgueos de guitarras.
Tal vez con los ojos y la boca
algo entreabiertos,
por retener, quién sabe con certeza,
algún vestigio de luz,
alguna sonrisa amante entre los labios.